Pablo Gutiérrez-Alviz

No somos nadie

La tribuna

8339184 2024-08-28
No somos nadie

28 de agosto 2024 - 03:06

Cuentan que la muerte, el amor y el sueño nos igualan a todos. El Instituto Cervantes bajo el epígrafe “igualdad ante la muerte” recoge un refrán del que destaco: “el pobre y el cardenal, todos van por un igual; el Papa y el monaguillo se van del mundo por el mismo portillo… la muerte y el amor igualadores son…y la muerte y el sueño igualan al grande con el pequeño…”. Quizá la defunción sería el baremo igualatorio por excelencia: “la muerte todo lo barre, todo lo iguala y todo lo ataja”.

Las personas no somos ni podemos ser iguales. Eso sí, los poderes públicos han de garantizar que lo seamos ante la ley, con los mismos derechos y semejantes obligaciones y, muy especialmente, con idénticas posibilidades de educación, trabajo, atenciones sanitarias, etc. No obstante, al fallecer pasamos a un “no ser” humano. En consecuencia, la muerte no nos iguala como personas: ya hemos fallecido y no existimos.

Pero es que tampoco somos iguales al morirnos. Este fatal suceso llega a distintas edades y por diferentes causas. Césare Pavese en su Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, indicaba que “para todos tiene la muerte una mirada”. Y esta mirada difiere, aunque siempre tenga el mismo efecto. El Derecho discute la naturaleza jurídica del cuerpo del fallecido y quién sería su titular. Al acaecer la defunción apenas hay tiempo para acordar si procede la incineración o una sepultura tradicional, sin perjuicio del resto de las correspondientes honras fúnebres (y el pagador de estos gastos, si no hay seguro de deceso). Alguna jurisprudencia menor ha resuelto los casos de las exequias del casado en varias nupcias y el consiguiente conflicto entre el cónyuge viudo y los descendientes de los previos matrimonios o uniones maritales del finado. La aceptación de la herencia requiere esperar, al menos, unos veinte días para conocer la última voluntad del difunto.

Los tradicionales entierros católicos solían proclamar una absoluta igualdad entre los fallecidos. El oficiante, normalmente, hablaba de las bondades del muerto, aunque fuera un bicho, y lo tenía como acogido en el cielo gracias a la absoluta misericordia divina (existe cierta polémica doctrinal teológica sobre la existencia del infierno y del purgatorio). Me sorprendieron las primeras palabras del sacerdote en la homilía del funeral de un amigo. Dijo: “Estamos aquí reunidos con motivo del fallecimiento de nuestro querido hermano Ángel que ya estará gozando de la presencia del Señor… o no”. Los asistentes nos miramos asombrados. La viuda y los hijos, atónitos, apenas pudieron contener unos sollozos. Los demás pensamos que nuestro cabal amigo debería haber tenido una imperdonable vida oculta que sólo sabría el indiscreto sacerdote por medio de una última y desesperada confesión en la cabecera de la muerte. Es decir, en los funerales no existe la igualdad; al parecer, no todos los difuntos van al cielo. Y tampoco los entierros son iguales: los hay de caridad y, en el otro extremo, los de ostentosas pompas fúnebres.

Las esquelas mortuorias permiten exteriorizar aún más las diferencias entre los fallecidos. Como botón de muestra cabe destacar el capítulo de la profesión (y otros títulos) del difunto, que a veces se inventa o exagera. Nadie osa exigir una rectificación de los falsos oficios. Lo mismo en el 2160 la familia de una finada muy anciana destaque en su esquela que fue la extraordinaria titular de una cátedra extraordinaria de la universidad la Complutense de Madrid, sin que conste siquiera que hubiera obtenido previamente una licenciatura universitaria. En el siglo XXII no seguirá el rector (¿magnífico?) actual; pero, el muy servil podría acudir como plañidero gratuito.

El amor no nos puede igualar. En pocas esquelas se cita el amor. Se habla de la pena y, si acaso del vacío causado en la familia. Hace poco pude leer una esquela que ponía “quisiste y fuiste querido con el alma, y en el alma te has quedado para siempre”. Desgraciadamente, bastantes personas nunca han llegado a amar, ni han sido queridas.

En principio, el hecho de dormir podría ser igualatorio. El insomnio cabe arreglarlo con unas pastillas. Pero las ensoñaciones no nos igualan desde el momento en que se alimentan de las experiencias vitales del dormido, y nunca coincidirá el sueño del rico con el del pobre. Iréne Némirovski apuntaba que a veces se duerme en vez de vivir, y que muchas ocasiones sólo se sigue viviendo por costumbre. Si entramos en el sueño eterno hemos dejado de ser personas.

No somos nadie y nada nos iguala, salvo la legalidad (el Estado de derecho). Somos diferentes, con o sin amor, despiertos o dormidos, incluso muertos. O no.

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