José María Agüera Lorente

¿Queremos que Europa sea una nación?

La tribuna

11990006 2025-04-22
¿Queremos que Europa sea una nación?

Quién puede definir con un mínimo de precisión qué es una nación? Los más irredentos nacionalistas distinguen entre su nación y el Estado que la oprime. Religión, lengua, ¡raza!, a todas ellas –como la religión católica, la lengua catalana o la raza aria– se ha recurrido en el intento desesperado por dar con una esencia con la que dotar de sentido preciso al concepto de nación. El resultado ha sido un conjunto de definiciones tan oscuras como incompatibles entre sí.

Nación es una idea-afecto –como Dios o libertad o tantas otras– tan preñada de significado emotivo que dota de sentido la existencia de muchas personas permitiéndoles encontrar un porqué a sus vidas, llevándolas incluso a la realización de grandes sacrificios incluido el de la propia vida.

En estos días pienso desde mi escepticismo en esta idea-afecto problemática de nación, capaz de obrar portentos admirables. Como la llegada del ser humano a la Luna, cuando el presidente John Fitzgerald Kennedy embarcó a todo su país en una empresa titánica que en aquella década de los sesenta del siglo pasado parecía imposible, pero que gracias al apoyo de la mayoría de los norteamericanos se llevó a cabo en el plazo de tiempo prometido. También impulsora de los más terribles episodios de la historia, como las dos devastadoras guerras mundiales del pasado siglo. Me pregunto si en este tiempo de tribulación, cuando Europa se ha quedado sin el amparo de la que todavía es la principal potencia mundial pero ahora mismo una democracia valetudinaria, habría que empezar a creer en la nación europea; si habría forma de hacerlo sin convocar al demonio del fanatismo.

Evoco la definición que el escritor francés Ernest Renan dio en el siglo XIX al concepto de nación en su conferencia titulada precisamente Qu’est ce qu’une nation?: “una nación es un alma, un principio espiritual. Dos cosas que, a decir verdad, son una sola, constituyen este alma, este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente. Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos. La voluntad de continuar conservando la herencia que se ha recibido indivisa”.

En el contexto internacional actual es vital la unión de los europeos. Seguramente una de las claves para lograrla está en ese “legado de recuerdos” al que alude Renan en el citado discurso. En ese legado cabe encontrar figuras de un valioso poder inspirador. Como Erasmo de Róterdam, el filósofo humanista que vivió entre los siglos XV y XVI. Hasta tal punto se considera encarnación de esa alma europea que el programa educativo internacional europeo Erasmus lleva su nombre.

Erasmo de Róterdam representa en gran medida lo mejor de ese legado que para Renan constituía un elemento esencial de ese principio espiritual que define la nación. Quién mejor que el escritor vienés Stefan Zweig para reconocer en el erudito renacentista esas virtudes que merece la pena conservar y que son las que yo identifico con lo mejor que ha dado Europa a la humanidad. Ellas son las que me llevan a querer que su legado no se vea desintegrado por los agentes tóxicos de una historia que se empeñan irracionalmente en hacernos retroceder a tiempos en los que la guerra era un normal ingrediente de la política. Escojo este fragmento de la semblanza que Zweig desarrolla en su libro Erasmo de Rotterdam: Triunfo y tragedia de un humanista: “Erasmo amó muchas cosas que nosotros amamos: la poesía y la filosofía, los libros y las obras de arte, las lenguas y los pueblos y, sin hacer diferencias entre ellos, a la humanidad entera, cuya misión era ser cada vez más civilizada. Una sola cosa sobre la tierra odió verdaderamente por opuesta a la razón: el fanatismo”. El autor de estas palabras sufrió el fanatismo de primera mano, el que dio pábulo a la Segunda Guerra Mundial, el que le empujó a abandonar Europa para terminar quitándose la vida en Brasil en 1942, convencido de que la irracionalidad le había ganado fatalmente el destino a la humanidad. En su libro dedicado a Erasmo de Róterdam está expresado a mi modo de ver el núcleo de la fraternidad europea. En torno a esta declaración de ideales puedo expresar mi deseo de vivir junto con el resto de los europeos, y en ese sentido creer en la nación europea. Porque amo eso mismo que un hombre que nació medio milenio antes que yo en los Países Bajos amaba, esa humanidad más civilizada; y, sobre todo, porque rechazo lo mismo que él rechazaba: el fanatismo.

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