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El 6 de enero de 2020, cuando aún desconocíamos que este iba a ser un año infausto, coloqué como fondo de pantalla de mi ordenador la fotografía del roscón de reyes familiar. Sabía que aquel era el último día que, de una u otra forma, nos conectaba a la etapa anterior. Al espíritu del 78. A lo que se llamó el juancarlismo, casi cuarenta años. Al día siguiente, el 7 de enero, cuando la investidura de Pedro Sánchez salió adelante como salió, comenzó la ruptura con el pasado.
Pese a todo, aún creíamos que aquello iba a ser controlable, quizá un cambio lampedusiano para que todo siguiese más o menos igual. Nos equivocábamos. Aquella era, si así podía decirse, la pequeña ruptura. La Gran Ruptura estaba ahí, aguardándonos. Ya nos ha llegado.
Y ahora ¿qué? Es la pregunta más inquietante, así, tan simple como parece, que se me ocurre.
Quién hubiese podido imaginar que, el 13 de marzo, es decir, tres meses después de la toma de posesión del primer Gobierno de coalición que haya tenido España en más de ochenta años, la situación hubiese podido ser la que era: el Ejecutivo de Pedro Sánchez había declarado el estado de alarma, el confinamiento, ante una pandemia de la que nadie nos había avisado cabalmente. Y, para gentes como quien suscribe, que vivimos cuatro décadas relativamente dulces, con luces y sombras, bajo la monarquía de Juan Carlos I, nos aplastó la otra ruptura: la de Felipe VI con su padre, inmerso en casos de corrupción sin atenuantes. En ese momento, la ruptura política alcanzó el grado de ruptura institucional. La máxima magistratura de la nación quedaba cuarteada y el mejor rey de la Historia de España, a mi entender, Felipe VI, aparecía tocado, pero no, menos mal, hundido.
Entendíamos, al tiempo, que con el confinamiento y la suspensión de muchas libertades, el desastre económico que se avecinaba y el paréntesis, quizá definitivo, de muchas de las costumbres con las que habíamos convivido siempre, llegaba otra ruptura, que de alguna manera podría considerarse vital. La nueva normalidad, ese oxímoron con el que pretendían alentarnos, iba a ser, más bien, la anormalidad que nos alcanzaba. He escrito un libro sobre todo ello, narrando experiencias personales, desengaños y fenómenos preocupantes, con algunas revelaciones también inquietantes. Lo he titulado, claro, La Ruptura. Es la palabra que nos va a perseguir y designar durante años, quizá infelizmente.
Ahora nos enfrentamos a la nueva era. Quién sabe lo que nos aguarda. Cómo saber en qué parará este Gobierno, heterogéneo, con muy extraños compañeros de cama que antes, decían, nos provocarían insomnio. Sabemos que habrá cambios profundos, pero ni me atrevo a pensar hasta dónde pudieran llegar, si quienes quieren propiciarlos llevan las cosas hasta los últimos extremos: la forma del Estado, el fin de la pervivencia de un sistema, quizá un fraccionamiento territorial.
Reflexionemos rápido. Creo que hay que parar la última fase de la ruptura. Ya se han roto demasiadas cosas. Ya casi todo lo que tenía que morir ha muerto, por mucho que, en algunos casos, nos duela -y cuánto me duele- decirlo. No es el momento de experimentos que no se sustentan sobre una mayoría social. Pienso que los ciudadanos aspiran, de nuevo, a la estabilidad. A la evolución, como en la primera Transición, y no a la ruptura, y menos a la revolución. Creo, confío, que el presidente del Gobierno así lo piensa, aunque haya en su entorno quienes aspiren a cosas diferentes. Muy diferentes.
Una pandemia no puede ser el acelerador de revolución alguna, sino más bien un motivo de reflexión sobre hacia dónde nos proponemos ir, propiciando prudentemente -sagrada palabra- los cambios precisos para mejorar nuestra democracia, tan dañada, y nuestra convivencia, que tampoco ha quedado bien parada de todo esto: no salimos ni más fuertes ni más unidos, pero aún bien podríamos lograrlo. Es un esfuerzo colectivo que vale la pena intentar. Sobre todo, porque, de lo contrario, esa sensación de hecatombe que nos invade algunas mañanas podría llegar a convertirse en una realidad tangible, otra realidad. La que se edificaría sobre los añicos. Y eso duele.
De momento, como un mensaje a mí mismo de esperanza en que aún podremos restablecer lo reconocible, el roscón de reyes sigue en la pantalla de mi ordenador. Ignoro cómo llegaremos al 6 de enero de 2021. Pero estoy seguro de que, de aquí a entonces, mucho habrá cambiado. Y algo de eso, digo yo, será para bien. Dios me, nos, oiga.
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