José Antonio González Alcantud

Semana Santa maya

La tribuna

11771451 2025-04-08
Semana Santa maya

08 de abril 2025 - 03:06

No ha sido nunca la Semana Santa una debilidad en mi devenir como antropólogo, al contrario de otros colegas, que la han considerado objeto privilegiado de sus estudios. Hace cuarenta años, con no poco asombro, veía pasar los pasos sobre carros de ruedas en la plaza de Bib-Rambla de Granada, ya que no había cofrades suficientes para llevarlos a hombros. Me gustaba aquel ambiente de profunda soledad, con un público escaso, parecido al de Valladolid, también las ruedas suplían a los esforzados porteadores. Si esa soledad, en la que la música era el único acompañamiento emocional de las imágenes, hubiese perdurado quizás me habría acabado interesando. La soledad, la desolación y el desengaño son en sí mismos la expresión barroca, que yo aprecio.

Cuando mis amigos palermitanos me quisieron enrolar para analizar la Settimana Santa, que en Sicilia tiene gran arraigo, decliné. Verán ustedes, no es insensibilidad. De hecho, me parece, que intelectuales externos, conservadores, como Eugenio Noel o los hermanos Jérôme y Jean Tharaud, resaltaron hace un siglo que, en Sevilla en particular, se trata del hecho estético total el que despliega el pueblo llano en la semana de Pasión.

Con estos antecedentes, tuve la ocasión de sumergirme hace poco en la Semana Santa de Guatemala, que comienza con la Cuaresma, y se entiende por dos meses. Una procesión en Antigua, la bella ciudad colonial al pie de volcanes, me pareció especialmente llamativa. Yo la compararía con una épica al estilo de la ópera de los tres centavos, de Bertolt Brecht. Detrás de pasos gigantescos, si bien de material ligero, con una imaginería bien ruda, casi kitsch, camina el pueblo maya tras unas orquestas con enormes tambores, xilófonos, trombones, etc. Las marchas procesionales tenían algo de profundis (pienso en Óscar Wilde), como una suerte de articulado ruido de fondo que invita a la noche del alma. Para arrastrar los enormes instrumentos algunos sujetos de rostros marcadamente doloridos, tiran de ellos por calles irregularmente empedradas, con gran dificultad para avanzar. El conjunto, con un punto de caótico, resulta grandioso en medio de la barahúnda. Al espectador le viene a la memoria aquello que esgrimía el escritor J.K. Huysmans ante “las masas de Lourdes” en 1906: la fe de los sencillos. Efectivamente en Lourdes se siente esta misma presencia al ver a la gente recoger el agua sagrada que mana de las fuentes, con la esperanza, quizás fatua, de curar sus males irremediables.

En Chichicastenango, en lo más profundo de Guatemala, el día del gran mercado la escena fue majestuosa, las campanas tañían cadenciosamente a muerto, mientras sonaba la música de profundis oída en Antigua. Un chamán maya sacrificaba, quemándolos, en un altar a los pies de la escalinata de la iglesia, productos del campo. Otro en la entrada del templo católico agitaba un incensario con copal mientras recitaba salmodias en maya quiché, y ponía velas a arder en el umbral de la iglesia. Quizás invocaba a Maximón, pronunciado Mashimón, reinterpretación maya de San Simón. O a un Cristo yaciente rodeado de espigas de trigo. Una vez en el interior de la iglesia, de techumbre mudéjar, mandada construir por los curas españoles en el siglo XVI, no pude evitar la emoción cuando contemplé a las familias de campesinos, desde el abuelo a la nietecita, arrastrarse de rodillas mientras hacían ofrendas en un reguero de altares a ras del suelo. Más aún, cuando las mujeres con velo y vestido tradicional, como en un cuadro a lo Ángelus de Millet, permanecían de rodillas absolutamente inmóviles ante la custodia. Mientras, en la puerta una placa recordaba que allá se había encontrado el Popol Vuh, el libro sagrado maya quiché. Quizás porque la mitología maya haya estado tan ligada al inframundo, todo el cuadro humano tenía algo de portentoso.

Mi amigo Emmanuel Désveaux, antiguo director del Museo Branly, dijo en una conferencia en México que el gran maestro de antropólogos Lévi-Strauss, transitó de sur a norte de América entre los bororo del Amazonas y los kwakiutl del Canadá, sin pararse el interpretar Mesoamérica. Lo mesoamericano era demasiado humano, quizás desbordadamente emocional.

De alguna manera, al contemplar estas mixturas religiosas, mutadas, transformadas en su fondo telúrico, uno de se siente reconciliado con una Semana Santa, que parece sacada de una escena fantasmagórica del Pedro Páramo de Juan Rulfo o social-costumbrista de los Hombres de maíz de Miguel Ángel Asturias.

En algunos momentos del camino, Miguel, el conductor maya que me acompañó a trozos, hombre de inteligencia natural, me hablaba con tal viveza de La Llorona, esa mujer que busca eternamente a sus hijos y que bajo su cabellera desmelenada tiene cabeza de caballo, o del Espanto, enfermedad que te provoca la muerte por infarto, que pensé que había malgastado mi vida de antropólogo al haber evitado entrar en el corazón mismo de lo real maravilloso, que sigue navegando libremente por aquellos pueblos y selvas de Guatemala en Semana Santa.

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