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Sea en verano o no, de las ciudades que uno visitó, no importa tampoco con qué fin, el paso del tiempo va dejándonos no tanto su recuerdo como la manera singular con que las recordamos. Uno no sabe bien qué es lo que nos lleva a seguir administrando cierta sensación particular de las ciudades que un día visitamos. A menudo las estaciones de trenes se convierten, como digo, no tanto en el recuerdo de una ciudad como la forma en la que ese mismo recuerdo aflora de forma aleatoria cuando no extravagante.
En Roma, sin saber bien por qué, me agradaba merodear por el entorno de la gran estación Términi, donde siempre ha habido marginales, inmigrantes y desheredados, como los que suelen rondar entre la Piazzale dei Cinquecento y los vestíbulos de la terminal. Más de una vez se han producido apuñalamientos y grescas de fatal desenlace. La enfermedad del esteta no nos hace advertir a algunos el peligro y en ocasiones hasta nos atraen las estampas menos edificantes.
Otras veces, como en la estación de Sao Bento en Oporto, uno se queda embelesado –y en cada visita aún más que la anterior– con los paños de azulejos blancos y azul marítimo que recubren su sala de entrada con pasajes de la historia de Portugal. Por encima, otro friso en color muestra la otra historia del transporte en el país hermano. Tiempo atrás, en mis periódicos viajes a Estambul, la terminal ferroviaria de Haydarpasa, asomada al Mar de Mármara en la parte asiática de la ciudad, se convirtió para mí en una especie de confluencia placeba entre la locura de la urbe indomable y el silencio hospitalario que recorría sus vestíbulos y andenes, donde el tránsito de usuarios era escaso, como casi todo en aquella terminal venida ya a menos, desde que fuera erigida en 1909 por arquitectos alemanes bajo el decadente sultanato de Mehmet V. En la otra punta europea, bajo la colina del Serrallo, quedaba la otra mítica estación de Sirkeci, referencia del Orient Express. Pero yo prefería siempre la terminal de Haydarpasa como estación de llegada para extraviados de edad dudosa y quehaceres poco prácticos.
Otras veces, sin embargo, uno no ha tenido ocasión de visitar la estación de tren sobre la que hace tiempo sintió su llamada. Hablo, por ejemplo, de la estación central de Bolonia, que siempre asocié, con maniática persistencia, al terrible atentado, el mayor de la historia de Italia desde la Segunda Guerra Mundial, del 2 de agosto de 1980, ocurrido a las 10.25 de la mañana. Una gran artefacto dentro de una maleta abandonada provocó la matanza en la llamada ciudad roja (85 muertos y más de 200 heridos). Sus nombres y edades figuran en un panel como recordatorio, justo en el lugar donde tuvo lugar la deflagración. Quizá lo que me hacía recordar Bolonia –y no Atocha– y lo ocurrido en su estación era la mano negra que había urdido la matanza, mezcla de células fascistas, logias masónicas y serpientes de cabeza bífida que se enroscaban en lo profundo del estado italiano.
Hace no mucho recorrí Zagreb durante un periplo balcánico. Visité la estación de trenes de Glavni Kolodvor, que se alza con neoclásicas hechuras más allá de la pradería en torno a la plaza del rey Tomislav, cerca del Teatro Nacional, entre avenidas de traza austrohúngara y por donde circulan los tranvías azules de la capital. Me llamó la atención la capilla católica de la estación, un tanto cutre y reducida a un mechinal. Recordé que en la película Underground, del excesivo Emir Kusturica, hay una retroproyección con escenas donde aparecen imágenes reales del traslado del féretro de Tito por la Yugoslavia de 1980 a bordo del famoso Tren Azul (Plavi voz) en el que el dictador solía agasajar a sus ilustres invitados. Desde Liubliana, la comitiva fúnebre viajó hasta Belgrado, previo paso por Zagreb. Por los alrededores luctuosos de la estación se congregó una multitud de croatas por entonces devotos. Las cosas.
No obstante, mientras visitaba la estación, desconocía lo que ahora he sabido como aniversario también funesto y relacionado con los trenes. El 30 de agosto de 1974, hace justo 50 años, se producía uno de los accidentes ferroviarios más graves de Europa en la estación de Zagreb. El expreso Atenas-Zagreb-Dortmund descarriló a 103 kilómetros por hora a su paso por los andenes de la terminal croata. Murieron 153 personas y 90 resultaron heridas. La mayoría eran yugoslavos, trabajadores en la República Federal de Alemania, que regresaban de sus vacaciones desde las distintas repúblicas de Yugoslavia.
Mientras revisaba ahora unas notas particulares, el puro azar ha que querido esta vez que lo ocurrido aquel 30 de agosto de 1974 no descarrilara hacia el olvido.
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