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La absorción del cuerpo de Carabineros (XXXV)

LA GUARDIA CIVIL EN SAN ROQUE (CXXXIII)

Quien pueda creer que el problema de la droga es algo relativamente reciente en el tiempo y que se remonta a tan sólo cuatro o cinco décadas, se equivoca, pues constituye una lacra más que centenaria

Cuadro orgánico de subinspección (Algeciras, 1928)
Cuadro orgánico de subinspección (Algeciras, 1928)
Jesús Núñez Coronel De La Guardia Civil - Doctor En Historia

22 de agosto 2022 - 02:00

Desde principios del siglo XX, el aumento de la circulación y consumo de las “drogas eufóricas” fue aumentando de tal forma, y originando tales estragos entre la población, con la consiguiente de todas las naciones, que comenzaron a promoverse acuerdos internacionales. El primero fue el Convenio de la Haya, suscrito el 23 de enero de 1912. En él, se fijaron pautas generales para la legislación sobre el tráfico del opio, cocaina, morfina y demás sustancias análogas.

Doce años más tarde, en 1924, la Sociedad de Naciones, convocaría en Ginebra una nueva conferencia para seguir trabajando en ello. Sin embargo, la situación mundial, lejos de mejorar, fue empeorando. La desigual regulación legal en cada país y la falta de coordinación en las medidas conjuntas que se precisaban terminó por desembocar en un escenario internacional realmente preocupante.

En España, con el propósito de hacer frente a la situación, cuya agravación era notable, se dictó, a propuesta del ministro de la Gobernación, teniente general Severiano Martínez Anido, con dictámenes favorables de la Asamblea Nacional Consultiva y el consejo de ministros, el real decretro-ley de 30 de abril de 1928.

El inicio de su exposición no podía ser más explícito, claro y contundente: “Conocidos son del público los graves males que el empleo abusivo de las drogas tóxicas, llamadas estupefacientes, ocasiona. Su consumo aumenta y se generaliza en tal proporción que lo que antes eran casos aislados, constituye en nuestros días una verdadera plaga. Son millares de individuos, de uno y otro sexo, que habituados al uso de los agentes eufóricos, pierden la salud, aniquilan sus actividades, cometen, impelidos por el vicio, actos criminosos y, lo que es peor, transmiten a sus hijos estigmas indelebles de ruina física y degeneración moral”.

En dicho real decreto-ley se aprobaron las bases para la restricción del Estado en la distribución y venta de estupefacientes. Su finalidad era evitar que el tráfico libre hiciera posible la aplicación de dichas sustancias sin prescripción médica justificada, procurar el estricto cumplimiento de las obligaciones derivadas de los tratados internacionales así como que el Estado, en defensa de la salud pública, luchase eficazmente contra el mal social de la toxicomanía.

La Restricción de Estupefacientes sería, según se establecía en el texto citado, un servicio público que radicaría en el Ministerio de la Gobernación, dependiendo de la Dirección general del Instituto Técnico de Comprobación. Ésta estaría encomendada a una Junta social y administrativa, auxiliada de una Inspección Técnica dependiente de la primera.

Los miembros de dicha junta serían el director del mentado Instituto como presidente nato de la misma, el jefe del Negociado de Farmacia de la Dirección de Sanidad, un delegado de la Dirección General de Seguridad, un delegado de la Dirección General de Aduanas, un vocal del Tribunal Supremo de Hacienda, un vocal del Ministerio de Hacienda, un vocal del Ministerio de Trabajo, Comercio e Industria, un vocal representante de los Colegios Médicos, un vocal representante de los Colegios Farmacéuticos y dos vocales pertenecientes a “entidades sociales dedicadas, específica o genéricamente, a la lucha contra la toxicomanía”.

El ámbito competencial territorial alcanzaría “a todo el territorio del Estado español, al de sus colonias y al de sus posesiones del Norte de África”.

Respecto a la Inspección Técnica, estaría formada por los subdelegados de Farmacia y por inspectores regionales que debían ser licenciados en Farmacia, “que no tengan oficina ni laboratorios propios, ni intervención interesada en otra oficina ni laboratorio”. De esa forma se garantizaba que no hubiera conflicto alguno de intereses.

La Dirección General de Seguridad, por su parte, debía destinar a la Inspección del tráfico y represión del contrabando de las sustancias sujetas a la restricción, “una brigada especial de Agentes, que, sin perjuicio de su servicio ni perder su relación con el organismo citado, dependerá de la Restricción de estupefacientes, recibiendo una instrucción especial, favorable al fin que se persigue”. Tales agentes percibirían, además de los emolumentos de su profesión, la retribución extraordinaria que les correspondiese en función de los resultados de sus trabajos.

Con independencia de dicha brigada, “ejercerán escrupulosa vigilancia respecto del comercio clandestino de estas sustancias los Carabineros, Agentes de vigilancia en general y Guardia Civil, conforme a lo que se establezca en la reglamentación”. Para estos se instituirían premios en metálico para los que anualmente hubieran prestado mejores servicios.

Los productos y especialidades que estaban sometidos a la mentada “Restricción de estupefacientes” serían los comprendidos en el real decreto-ley que se aprobaría casi siete meses después, concretamente el 13 de noviembre de 1928. Del extenso listado que se detallaba en su texto ya que se detallaban numerosas sustancia de uso sanitario, habían de significarse el opio, sus extractos, tinturas, electuarios, polvos y píldoras; la morfina y sus sales; las hojas de coca y sus extractos; la cocaína y sus sales; así como el cáñamo indiano, su resina y extractos.

Posteriormente, prosiguiendo con la intensa producción normativa de la época, un real decreto de 26 de julio de 1929, procedente también del Ministerio de la Gobernación cuyo titular continuaba siendo el general Martínez Anido, aprobó el “Reglamento complementario de los Reales decretos estableciendo la Restricción de Estupefacientes y la forma de evitar su comercio y empleo abusivo”.

Ya para entonces había comenzado a regir “como ley del Reino”, el nuevo Código Penal, aprobado por real decreto-ley de 8 de septiembre de 1928 y entrado en vigor el 1º de enero siguiente. Suscrito por Alfonso XIII y de acuerdo con el parecer del consejo de ministros, había sido propuesto el proyecto por el titular de la cartera de Gracia y Justicia, Galo Ponte Escartín.

Hay que significar que éste, cuyo ministerio pasaría a denominarse a partir de noviembre de 1928, “de Justicia y Culto”, había sido presidente de la Audiencia Provincial de Cádiz durante un par de años. Concretamente entre 1919 y 1921, tras haber sido titular del juzgado de primera instancia del distrito de la Lonja en Barcelona.

Si bien continuaba al frente del gobierno el jerezano y teniente general Miguel Primo de Rivera Orbaneja, hacía ya más de tres años que había concluido el llamado Directorio Militar y se estaba en la última fase del denominado Directorio Civil, aunque ello todavía no lo sabían ni los propios interesados.

La publicación del nuevo Código Penal, que venía a sustituir al de 1870, “tenía forzosamente que ser seguida de una inmediata revisión de la legislación penal y procesal en materia de contrabando y defraudación”, al objeto de acomodarla, en lo posible, a la nueva ley común.

Consecuente con ello, el 14 de enero de 1929, siendo ministro de Hacienda José Calvo Sotelo, se aprobó mediante real decreto-ley, la nueva ley penal relativa a dicha materia que entraría en vigor a partir del 6 de febrero siguiente.

Se encontraba entonces como jefe de la Comandancia del Cuerpo de Carabineros en Algeciras el teniente coronel Francisco Maldonado García.

(Continuará).

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