Alfonso Castro | Catedrático de Derecho romano de la Universidad de Sevilla

Los que lo intentan

Artículo de opinión

Francisco parecía ajustarse como un guante sobre su figura aquello que dejó dicho Vladimír Holan: "¿Estás sin contradicciones? Estás sin posibilidad"

El Papa Francisco
El Papa Francisco / EP

EN el momento del adiós toca rendir cuentas para empezar con uno mismo si la muerte es presentida o simplemente anticipada por el derrumbe inexorable que traen los años, perceptible en el afuera de uno que captan todos cuando la vida te desmonta pieza a pieza pero sobre todo en el adentro mismo, cuando diriges la mirada también, sabiendo que ya no hay tiempo ni quedan fuerzas, hacia lo que pudo ser y ya no será y al peso de lo que hiciste –de lo que dejaste de hacer también– a lo largo de los años que te fueron concedidos. Ocurriendo eso en todos los casos –el escritor que no se cumplió del todo, procrastinador nato o que no se exigió lo suficiente, sin exprimirse dándolo todo en cada página, dejándose llamar por el éxito, ese impostor en la mirada tantas veces reiterada de Kipling (aunque tienda a olvidarse que para él también lo era el fracaso, en frase más ambivalente de lo que suele pensarse, no solo por lo relativo y caprichoso de una existencia que vuelve las cosas del revés pasado el tiempo, sino por darse quizá también abierta a esos autocomplacientes mórbidos con la propia derrota); o el artista que sucumbió a las modas que encapsulan los modos y no siguió su propia senda aun atisbándola en otras latitudes bien alejadas; o el deportista superdotado, que fue superado por otro peor que trabajó más y mejor, incansablemente, hasta ocupar su sitio y desplazarlo del lugar a que parecía predestinado–, en ninguno lo es más claramente que en la vida pública y sus múltiples meandros –políticos pero también sociales o religiosos–, donde el propio esfuerzo en unión con el talento se ve condicionado a diario y en el largo plazo por la conjunción de otros factores que ejercen su presión múltiple y constante y por la acción de los otros –ese infierno de Sartre– en perpetuo mezclarse con lo intentado por uno: incluso con lo solo proyectado, pues decir y anunciar es también una forma de hacer y las palabras son actos –como muy bien sabían los juristas romanos–. En ese contexto poroso a la incertidumbre y al poder de las circunstancias cambiantes en su alquimia reiterada con otras, donde se paga muy cara la desmesura, eso que los griegos llamaron hybris, solo consigue salvar la propia ejecutoria esa rara y delicada y firme raza de hombres y mujeres que saben, en la proporción adecuada, encontrar el equilibrio entre los ideales y el pragmatismo, pues ser vocero, ideólogo o forjador de opinión es otra cosa.

En la hora de la muerte del papa Francisco me han venido, al ser inquirido por un amigo a pronunciarme sobre su figura, estas reflexiones como al vuelo. En un Occidente donde avanzan ateísmo y agnosticismo de modo acaso imparable (¿pero algo lo es del todo en la historia?) y donde se ha enraizado entre muchos creyentes una forma de vivir su religiosidad al margen de los canales oficiales de las confesiones formales, en una suerte de hibridación que recuerda a otras épocas, la figura de Francisco –toda una declaración su solo, solitario nombre elegido– fue saludada con optimismo incluso por aquellos que llevaban largo tiempo alejados de la Iglesia y sus consignas y circuitos establecidos; también con el paralelo escepticismo o alarma –y creciente resquemor después– en el flanco más conservador del viejo árbol de un catolicismo mucho más diverso de lo que parecían dispuestos a reconocer o permitir. Su lucha contra la lacra de los abusos sexuales en el seno más esquinado de la Iglesia, su mayor comprensión hacia las minorías postergadas tradicionalmente, incluidos los homosexuales, su ausencia de fatuidad y engolamiento en un mundo fosilizado o su incuestionable predilección por los ángulos marginales de la inmensa geografía del cristianismo parecieron acreditarlo, aunque uno haya tenido siempre la sensación de que esa sincera humildad y su indiscutible preocupación por la justicia social venían a pespuntearse por un íntimo conservadurismo casi visceral superado a fuerza de reflexión acerca del mundo, que se manifestó en la predilección –acaso inevitable en un católico– por la caridad antes que por la solidaridad en la actuación en esos mismos campos o la postergación sine die del papel de las mujeres en la Iglesia. Todo ello pareció expresarse de modo nítido en sus propios viajes, que le llevaron a pisar los cinco continentes, con una predilección tantas veces contada por las magnitudes periféricas. Nunca viajó a España –en algo que dio mucho que hablar–, pero tampoco a su natal Argentina (y sí a México y otros países de Iberoamérica), aunque sí lo hizo a Francia (tres veces), entre una veintena de viajes por Europa (incluida Portugal o la también católica Irlanda, aunque no el Reino Unido o Alemania), y también a Estados Unidos, cuando visitó entre otras cosas la sede de las Naciones Unidas.

Parecía ajustarse como un guante sobre su figura aquello que dejó dicho Vladimír Holan: "¿Estás sin contradicciones? Estás sin posibilidad". Dulce derrota en triunfo, como la de todos los hombres que intentaron seguir su camino y no el de otros en la vida, y hacer cosas

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