Fiestas y toros en Tarifa (1592-1900)

Adelanto editorial

Europa Sur ofrece un extracto del último trabajo histórico del tarifeño Andrés Sarria que se presenta este viernes en la localidad

El autor aborda la perspectiva social de los festejos en un libro editado por el Ayuntamiento de Tarifa

Los toros por las calles en la fiesta de San Juan, según recoge un medio francés en 1882.
Los toros por las calles en la fiesta de San Juan, según recoge un medio francés en 1882.
Andrés Sarria Muñoz - Historiador

19 de noviembre 2020 - 03:00

Tarifa/Aclaremos de entrada que este no es un libro de tauromaquia, sino sobre festejos en los cuales se juega con reses a fin de conferir brillantez a la celebración y para el mayor regocijo del pueblo. No obstante, el asunto conlleva múltiples implicaciones: políticas, económicas, militares, de relaciones sociales, etc., que son examinadas con la debida exhaustividad. En definitiva, se trata de un estudio histórico explicativo de la vida cotidiana tarifeña entre finales del siglo XVI y comienzos del XX poniendo el énfasis en los acontecimientos festivos. Lo que sigue es un resumen.

En la sociedad española del llamado Antiguo Régimen, las festividades y demás celebraciones tenían una trascendencia muy importante. En general, las personas estaban entonces intensamente infundidas de espiritualidad, de profundo respeto y temor a lo religioso y de dócil acatamiento al gobierno de la monarquía absolutista. Ya vendría luego, en 1789, la Revolución francesa y sus secuelas para poner patas arriba aquel viejo orden social en todas sus facetas, sin dejar de lado creencias y dogmas.

De las tradicionales fiestas de Tarifa, las más destacadas fueron la del Corpus Christi y la del patrono San Mateo, el 21 de septiembre, en conmemoración de la conquista de la ciudad a los musulmanes. En 1750 el Ayuntamiento nombró copatrona a la Virgen de la Luz, con lo que a partir de entonces también habría solemne celebración el 8 de septiembre. Otras fiestas votivas han tenido un menor arraigo o aceptación popular, como la dedicada a San Hiscio, cuyo patronazgo desde la década de 1620 resulta, cuanto menos, algo confuso. Además, fueron habituales las solemnidades y regocijos motivados en otros acontecimientos de carácter político o social, tales como importantes victorias militares, los hechos venturosos relacionados con el monarca y la familia real, etc.

Las festividades y demás acontecimientos de interés en la población constituyeron ocasionales pretextos para organizar una corrida o bien la suelta de reses por las calles para diversión de los vecinos. Estos regocijos habían sido en todo momento sin ánimo de lucro; por el contrario, suponían un gasto para las casi siempre exhaustas arcas municipales. A veces era un particular quien ofrecía altruistamente alguna res para su lidia y el posible reparto de la carne entre los pobres, si es que también se mataba el animal durante o tras el capeo.

La organización de tales festejos conllevaba una inevitable labor a la que debían dedicarse algunos de los ediles, como era la búsqueda y traída de las reses, el montaje de la plaza, adquisición de materiales, pagar a operarios y proveedores, etc. Para seleccionar y traer las reses del campo, estos regidores diputados de fiestas se hacían acompañar por los conocedores o mayorales de las distintas vacadas existentes en el término, que eran previamente citados en la Puerta de Jerez o en las puertas de las casas consistoriales.

Tradicionalmente, las fiestas reales de toros solían ir acompañadas de otros juegos caballerescos, es decir, los que se jugaban con los participantes montando a caballo. El más habitual era el de las cañas, pero también se jugaban máscaras, encamisadas, alcancías, la sortija, y el estafermo. En las máscaras y las encamisadas, los jinetes recorrían de noche las callejas del pueblo portando hachones o antorchas alumbrando su recorrido. Los demás juegos tenían lugar de día y en la misma plaza dispuesta para la lidia de las reses.

En el siglo XVIII, al menos desde la década de 1720, las poblaciones celebrarían corridas para recabar fondos con que costear obras en iglesias, conventos, ermitas y otros organismos religiosos. Y a partir de la segunda mitad de la centuria, las obras públicas o bien distintos fines piadosos se convirtieron igualmente en motivaciones para organizarlas. En realidad, esta justificación se empleó como una excusa o artimaña para esquivar la legislación prohibicionista relativa a los festejos con toros de muerte. Pero incluso para estos casos se debía disponer de la preceptiva licencia. A pesar de que nuestra ciudad nunca obtuvo el permiso real, las autoridades locales obviaron este requisito a la hora de acordar o permitir festejo con reses.

Las corridas se habían celebrado tradicionalmente en la plaza de Santa María

Nunca faltaron en Tarifa experimentados aficionados al toreo tanto a pie como a caballo, que normalmente eran los mismos que estaban curtidos en el manejo de las reses en el campo. Al parecer, en el toreo a caballo siempre se empleaba la garrocha, el familiar instrumento de trabajo utilizado por los vaqueros. Ni siquiera siendo fiestas reales se practicaría aquí el aristocrático rejoneo por parte de regidores u otros caballeros de la nobleza local. Así que las funciones de toros en coso cerrado se ciñeron a la versión más campera del toreo a caballo: la del garrochista. Pero el Ayuntamiento tuvo que aceptar finalmente que tampoco era posible asumir el coste de estas corridas, por lo que se vería obligado a optar por las simples capeas de reses sueltas.

Esta permanente falta de recursos condicionó cualquiera de los festejos que el Ayuntamiento estaba obligado a organizar y costear: las fiestas votivas, como lo eran el Corpus Christi y San Mateo, y otras celebraciones puntuales por motivos diversos. Siempre acarreaban gastos la función de iglesia, y la procesión en su caso; y por supuesto, también los fuegos artificiales, la música… y la lidia de toros si la celebración lo requería.

Portada del libro
Portada del libro

Para ejecutar las corridas era necesario acondicionar la plaza de Santa María con el montaje de andamios para el público y las talanqueras para delimitar el recinto. Había que contratar a un garrochista o picador, y pagarle el caballo si moría o quedaba malherido. Además, si se mataban algunos de los toros, debía compensarse económicamente a los ganaderos que los hubieran aportado.

En el siglo XIX, las festividades religiosas, fiestas patronales y otras solemnidades quedaron generalmente como un simple pretexto para organizar corridas con fines mercantilistas. Se mantenía la antigua tradición de realzar cualquiera de estas celebraciones con toros, pero ya no eran el motivo sino la excusa para el festejo taurino. Entonces proliferaron aquí los capeos de reses por las calles en las fiestas religiosas como el Corpus Christi, la Cruz de Mayo, san Juan y otras. Asimismo, continuaron celebrándose con solemnidad los acontecimientos relacionados con la familia real: entronización de un nuevo monarca, nacimientos de príncipes, matrimonios reales, etc.

La fiesta de toros sobrevivió a la legislación prohibicionista y ha llegado hasta nuestros días debido en buena parte a haberse convertido en su momento en una fuente de ingresos para algunos servicios asistenciales de los que el Estado no podía hacerse cargo. El mantenimiento de los niños expósitos, por ejemplo, dependió mucho de lo que la Casa de Misericordia ingresaba por un determinado porcentaje de las ganancias que generasen las corridas. Igualmente, no fue poca la importancia que tuvieron los festejos taurinos para sufragar otras obras piadosas o de interés social a lo largo del siglo XIX.

Las corridas se habían celebrado tradicionalmente en la plaza de Santa María, que venía a ser la verdadera Plaza Mayor de Tarifa y el espacio intramuros realmente apto para este espectáculo. En 1835 ya se instaló un coso provisional en el solar de lo que había sido convento trinitario, que fue convertido en el mercado de abastos e inaugurado precisamente ese año. A partir de ahí no hay constancia de que se dieran más corridas en plaza cerrada, puesto que parece que no prosperó el proyecto de levantar una provisional en el solar de una antigua tenería en las afueras de la ciudad.

En el año 1889 se construyó de mampostería la nueva y actual plaza, con cuya inauguración se consiguió un renovado dinamismo en la feria y fiestas patronales, que entonces no pasaban por su mejor momento. Las corridas se convirtieron en el principal aliciente para que acudieran muchos forasteros de las localidades vecinas, mayormente de Algeciras y de Ceuta, pero también venían aficionados de Gibraltar e incluso desde Tánger. Las empresas de transporte por carretera y marítimo se afanaban incrementando los viajes, incluso con ofertas en los precios, para facilitar la asistencia desde dichas poblaciones.

En aquellos años de finales del siglo XIX torearon normalmente matadores de novillos con sus respectivas cuadrillas sobre todo en las corridas de feria. Eran profesionales del toreo de segunda categoría, que solían proceder de Cádiz y Sevilla y pueblos de estas provincias. En otras corridas que se daban a lo largo del año también fue habitual la actuación de aficionados locales en la lidia completa del toro o solo en alguna de las suertes, incluyendo a los propios criadores de vacuno, naturalmente. Uno de aquellos aficionados habituales en las décadas de 1880 y 1890 fue el ilustre algecireño José Román Corzanego (1871-1957), cuyas incontables experiencias taurinas recoge parcialmente en su entretenida obra El libro de los toros.

La tradición ganadera de Tarifa viene de tiempo inmemorial, llegándose a decir que aquí podría estar la cuna del toro de lidia; aunque no parece que sea el caso. En realidad, toda la comarca campogibraltareña ha tenido siempre buena ganadería mayor. Por su contrastada bravura, es más que probable que reses tarifeñas fuesen lidiadas en distintas plazas en los siglos XVII y XVIII. De hecho, Marcos Núñez Temblador (1735-1795) es considerado el pionero en la cría del toro de lidia en Tarifa (aunque su verdadero negocio era la venta de reses para carne y labor), siendo el iniciador de una fecunda saga familiar de ganaderos que llega hasta nuestros días. Luego, a lo largo del XIX, iría surgiendo un buen puñado de ganaderos específicamente de toros de lidia que se presentaban en distintas localidades, especialmente de la provincia gaditana, pero también en plazas tan importantes como Madrid. Son numerosos los apellidos a destacar en el mundillo local del toro bravo: Núñez, Lardizábal, Abreu, Orta, Prado, Manso o Reinoso. Tantos y más.

Cartel de las corridas en la feria de 1889 inaugurando la plaza de toros.
Cartel de las corridas en la feria de 1889 inaugurando la plaza de toros.

En la arena tarifeña solían lidiarse becerros, novillos utreros y novillos-toros en un número variable de cuatro, seis o incluso ocho por función, aportados por algunas de las ganaderías locales, salvo excepciones. Así, la plaza se inauguró en la feria del año 1889 con dos corridas, una con seis novillos de Joaquín Abreu y Núñez, y la segunda con otros tantos de Lorenza Reinoso, viuda de Carlos Núñez Lardizábal. Y en la feria de 1891 se lidiaron también toros de la viuda de Carlos Núñez, y otra corrida con toros de desecho de Miura.

El festejo popular con reses había sido tradicionalmente la capea por las calles “a estilo del país”, que podía ser sujetándolas con una cuerda (enmaromadas) o bien dejándolas correr libremente. Se hacía en festividades religiosas o por algún otro motivo de interés público, pero a veces también por iniciativa altruista de vecinos de posibles. Y ocasiones hubo de reses por las calles a cuenta de particulares como distracción en el pueblo para mientras tanto facilitar operaciones de contrabando en la costa.

Siendo capea de toros sueltos, se cerraban las puertas y demás salidas de la amurallada ciudad hasta que se devolvían los animales al campo después de tres o cuatro horas recorriendo las estrechas calles y pequeñas plazas. La peligrosa diversión originaba innumerables incidencias y anécdotas que daban para animadas conversaciones de tabernas durante mucho tiempo. El lado menos amable es que también dejaba una buena cantidad de heridos y casi siempre algún que otro muerto.

La construcción de la plaza de toros en 1889 supuso el fin de esta versión popular de la fiesta. En 1900 hubo un intento de los vecinos por recuperarla, pero el gobernador civil provincial no lo permitió, quedando definitivamente en el olvido.

En fin, este libro es el fruto de la indagación en fuentes primarias, esto es, la documentación guardada en distintos archivos locales, provinciales y nacionales; pero también de la consulta de una extensa bibliografía sobre tauromaquia y celebraciones públicas, además de crónicas y reportajes de periódicos y revistas. Como tal investigación histórica ha de ser valorado, al margen de que seamos entusiastas aficionados taurinos o vehementes antitaurinos. Desde luego, quien esto escribe ha puesto empeño en no expresarse a favor o en contra de la llamada fiesta nacional, una polémica no tan nueva como quizás algunos podrían pensar.

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