Presentación guía de patrimonio
Fotos de la presentación de la guía de patrimonio de Tarifa de Andrés Sarria
Patrimonio
A mediados del siglo X, el califa cordobés Abderramán III decidió levantar una fortificación en el punto peninsular más cercano a África con objeto de vigilar desde aquí a sus enemigos del otro lado del estrecho de Gibraltar, que siendo justos debería llamarse estrecho de Tarifa.
La construcción del castillo terminó en el año 960, según reza en la lápida fundacional todavía conservada in situ, y en principio solo serviría para albergar una pequeña guarnición militar. Sin embargo, a aquellos primeros ocupantes de la fortaleza se les fueron uniendo civiles que poco a poco poblarían las zonas aledañas a sus muros, formándose así los viejos barrios de la Almedina y de Aljaranda.
Todo ese conjunto de baluarte y viviendas colindantes situadas entre el arroyo y la Caleta se asienta sobre una prominencia rocosa, como corresponde a su objetivo de vigilancia y por su propia defensa ante posibles atacantes. Por tanto, en un principio el arroyo discurría con dirección Este-Oeste paralelo a la ciudad musulmana situada en su margen izquierda, desembocando en la playa de Los Lances, junto al cerro de Santa Catalina. En consecuencia, sus moradores se veían entonces libres de los embates de las torrenteras por estar las construcciones ubicadas a una distancia prudencial y con una más que suficiente elevación del terreno.
Antes de la conquista cristiana, acontecida en septiembre de 1292, el núcleo de la población no trascendería aún a la ribera derecha del arroyo, aunque sí habría aquí algún caserío y corrales para ganado. Sin embargo, con la llegada de los castellanos y su decidida política repobladora, con incentivos para los nuevos pobladores desde el mismo Sancho el Bravo, se produjo un sustancial incremento demográfico, ampliándose entonces el casco urbano al otro lado del cauce. El resultado es que el arroyo quedaría finalmente encajonado en la estrecha vaguada por la que discurría en este tramo final tras haber recibido los aportes de numerosos regajos al este de la ciudad.
Como tantas veces han experimentado los tarifeños, cuando se producen las lluvias intensas del invierno, de inmediato se originan torrentes arrastrando todo tipo de materiales en su veloz bajada por las cañadas que conforman la pequeña cuenca del arroyo de Tarifa. Estando esas laderas tan cercanas, el agua descargada por una fuerte tormenta llega al Retiro en pocos minutos y de forma impetuosa. El pequeño tragante existente en la Puerta del Retiro hasta el desvío del arroyo solo tenía capacidad para acoger crecidas de poca intensidad; y luego intramuros, el agua había de discurrir por el limitado espacio que se le fue dejando conforme se verificaba el aumento poblacional y la progresiva ocupación de suelo para viviendas.
Las grandes riadas se han dado habitualmente en los meses de invierno, sobre todo en diciembre y enero, a veces con fatales consecuencias para las personas y acarreando la destrucción en calles y edificaciones. Por supuesto que la amenaza de inundación ha estado presente desde siempre en el pueblo; sin embargo, esto no había sido un problema realmente serio hasta comienzos del siglo XVIII.
Tiene su explicación en el considerable incremento poblacional precisamente desde el inicio de dicha centuria. Resulta que cuando en 1701 se declaraba la guerra de sucesión al trono de España, implicando a todas las potencias europeas, el Estrecho, y por tanto también la plaza tarifeña, adquirió una importancia estratégica aun mayor de la que ya venía teniendo. Pero fue la conquista de Gibraltar por la flota angloholandesa en 1704 lo que supuso un verdadero aluvión hacia Tarifa tanto de fuerzas militares como de personas civiles, incluyendo a muchos de los gibraltareños expulsados que se avecindaron aquí.
A lo largo del tiempo, el lecho del arroyo se fue convirtiendo en un vertedero de basuras y en un inmundo depósito adonde iba a parar el desagüe de prácticamente todas las cañerías de las aguas residuales. El repentino fuerte aumento de residentes tras la pérdida de Gibraltar agravó mucho el problema, haciendo del cauce urbano un gran albañal lleno de toda clase de porquerías, dificultándose así la fluida circulación de las aguas. Además, todo ello daba lugar a la formación de charcos nauseabundos que desprendían insoportable malos olores. Así que las avenidas moderadas del invierno eran esperadas incluso con impaciencia, siendo de hecho la única manera de verificarse una efectiva limpieza al arrastrar al mar toda la suciedad acumulada durante meses, y a veces durante años.
Por desgracia, en bastantes ocasiones los temporales de lluvias venían con más fuerza de la conveniente, produciéndose entonces las temidas inundaciones, de las cuales se enumeran a continuación las más importantes habidas hasta la desviación del arroyo hacia la Caleta a finales del siglo XIX. La primera de la que tenemos constancia documental se dio al comienzo del XVIII, concretamente el 2 de enero de 1702, tras descargar un fortísimo aguacero entre la una y las tres de la tarde.
Tan grande fue aquella riada que el agua llegó hasta el convento de la Trinidad, o sea, el actual mercado, aunque milagrosamente no causó víctimas humanas. A mediados de enero de 1708 también hubo desbordamientos del arroyo con muchos daños en materiales, pero pudo haber sido peor. Sí causó estragos la inundación ocurrida en la noche del 9 de enero de 1740, con la muerte de algunas personas y cuantiosas pérdidas económicas, con la destrucción de algunos puentes urbanos y otros del término municipal, entre otros daños. Igualmente, fueron nefastos los temporales del invierno de 1783-1784, con salidas de madre del arroyo, provocando graves destrozos en las calzadas y en los puentes.
En el siglo XIX también hubo varias inundaciones más o menos catastróficas, a pesar de que entonces incluso se empleó con cierta frecuencia mano de obra presidiaria para la limpieza del cauce urbano. Entre otras, fueron especialmente perjudiciales las ocurridas en la noche del 30 de noviembre al 1 de diciembre de 1839, así como la de la noche del 13 de diciembre de 1853. Sin embargo, el mayor problema ahora del arroyo radicaba más en los efectos perniciosos sobre la salud pública, al agravarse la acumulación de basuras y aguas putrefactas.
Definitivamente, el lecho intramuros no era ya más que una asquerosa cloaca descubierta con el consiguiente riesgo de generar infecciones y facilitar la propagación de enfermedades. En consecuencia, las autoridades locales y el vecindario en general persiguieron con tesón a lo largo de esa centuria el desvío de su curso para dirigirlo desde el Retiro hasta la playa de la Caleta por un túnel excavado paralelo a la muralla. Los trabajos de tan deseada obra se iniciaron en el verano de 1887 y concluyeron en el de 1889.
Un asunto que ha dado que hablar durante mucho tiempo es el de saber cuál es el nombre genuino del arroyo, y esto debido al olvido en un primer momento, luego a una cierta confusión, y más recientemente producto de una lectura equivocada de determinados documentos por parte de no sabemos quién.
En la documentación municipal se suele hacer referencia al río señalándolo simplemente como “el arroyo que cruza la ciudad”. No obstante, a lo largo del siglo XVIII encontramos en las actas del Ayuntamiento algunas noticias en las que se declara específicamente que su nombre propio era el de río Angorrilla. Esto ocurre, por ejemplo, con ocasión de la desastrosa avenida de enero de 1702, que destrozó las redes de madera puestas tanto en la entrada en el Retiro como en su salida en la Puerta del Mar, es decir, en los “tragantes del río Angorrilla que atraviesa esta ciudad”, según recoge luego el acta del cabildo de 21 de marzo.
Incomprensiblemente, el nombre cayó en el olvido en el siglo XIX, lo que dio pie a que en algún momento se le aplicará otros apelativos inapropiados, como Matatoros y Matamoros. Actualmente se le conoce entre el vecindario como arroyo del Retiro o del Olivar. Aunque el nombre más insólito con que se le ha querido bautizar es el de “arroyo de Papel”, que es absolutamente imaginario y más bien el producto de un burdo error; y a pesar de ello es el que hoy figura en el callejero.
Lo dicho: su nombre es Angorrilla, por simple cuestión de derecho histórico, como queda probado mediante documentos.
Lógicamente, también es correcto señalarlo como el “arroyo de Tarifa”, algo que comprobamos cuando aparece en planos y documentos elaborados por personas no residentes en la ciudad. Aunque esta designación no es propiamente un nombre, pues sería lo mismo que decir castillo de Tarifa para referirnos al castillo de Guzmán el Bueno.
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