Francisco Andrés Gallardo

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De laberinto a atolladero, 'Cien años de soledad'

Una escena de 'Cien años de soledad', con la locura del fundador de los Buendía

13 de diciembre 2024 - 09:03

El realismo mágico tuvo carácter de ola comercial en la cultura de los años 50, 60 y 70, la principal aportación hispanoamericana en aquellos tiempos de cambios sociales y revisión de valores. Años acelerados, aunque sin llegar a la velocidad e incisión de los que estamos viviendo. Superproducciones de la imaginación, poesía entre conceptos de la ciencia ficción y el terror: el enfoque diferente, siempre de profunda carga sentimental atada a las raíces, que dio voz a una América infravalorada, en una corriente literaria que fue manando a lo largo del siglo XX. Cien años de soledad, su mayor expresión, es una novela abigarrada y laberíntica, donde nuestro idioma alcanza una indescifrable belleza. La obra de García Márquez es un edificio de imágenes en el que cada párrafo expande escenas. 

El premio Nobel se oponía a que su novela inabarcable, con intención de que fuera así, inmensa entre sus ramas y extensa de personajes con experiencias legendarias, se convirtiera en película. Aún menos de Hollywood. Hay castillos destinados a la imaginación que de ser rosas literarias se disuelven como cenizas ante la cegadora luz de las imágenes. Todo en el Cien años de soledad de Netflix es preciosismo y buena voluntad. Todo es intención para que hacer realidad Macondo y que los sucesos de los Buendía se narren en escenas, pero de nuevo el fantasma de papel, el espíritu de las palabras, convierte en titánico y diminuto el traslado a la narración lineal ante el espectador. 

Hay momentos, trazos, que atrapan a los que fueron lectores de la novela pero, una vez más, el libro vence en ese visionado particular que cada uno tiene en mente. La serie se convierte en un atolladero familiar más que en el laberinto lírico de la novela. Se palpa Colombia, se atisba a García Márquez. Sirve en parte para los que nunca leyeron Cien años de soledad, pero no sirve para los que en algún momento creyeron que remotamente Macondo podía ser carne, hueso y tierra ante los ojos de los espectadores. Y nunca podía ser así.

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